[COLUMNA] Matilde Le Blanc: "Me enamoré de un Tinder"

Por Matilde Le Blanc | Miércoles, 22 de Marzo de 2017
[COLUMNA] Matilde Le Blanc:

Todo comenzó cuando mi mejor amiga me pidió que me metiera a una aplicación para ver si estaba el tipo con ella salía. Yo estaba recién operada y no tenía más entretenciones que jugar Candy Crush y ayudar a mi amiga con su stalkeo. Después de un buen rato en la aplicación le cuento que me han salido muchos corazoncitos y que supongo que estoy haciendo bien la búsqueda. ¡Muy bien!... 45 Matches en dos horas. Ese fue el resultado de la misión de espía secreto. No encontré al argentino en cuestión, pero sí encontré a varios guapetones en Santiago de Chile, sí en Santiago.

De los 45 me gustaron 30, la mitad me dijo "Hola" y no hablaron más, y sólo tres pasaron a mi WhatasApp, que hoy en día es como casi mostrarle los calzones a alguien, entrar a un terreno íntimo. Con los tres me junté, el primero pasó a ser mi asesor financiero, el segundo a la historia y el tercero se convirtió en mi número favorito.

La primera cita a "ciegas" fue en un Tip y Tap, algo neutral. Con olor a hamburguesa es menos probable que te enamores tan rápido, y así fue. Cada uno estaba detrás de un shop de medio litro, ketchup y mayonesa. Él hacía muchas preguntas y respondía pocas, lo encontré como un señorito inglés antiguo, demasiado ordenado, me daban ganas de sacarle esa corbata y amarrarle las manos. No mentira... pero al menos sacarle esa gomina pegagosa, aunque lo encontré lindo. Enfermo de perno, pero tierno. Terminamos la hamburguesada y nos despedimos. Pensé que nunca más lo volvería a ver.

No pasó una semana y mi frágil soledad me impulsó a escribirle un "Hola, en qué andas" a las 21:30 horas. Eso ya es un vino con sushi, no puede ser nada más. Y ahí llegué, sin el vino, ni el sushi, pero llegué a su casa. Sin intenciones más que compartir. Él sí tenía el vino y sushi, y muchas más ganas que yo porque su casa brillaba. Un hombre soltero de 38 años es sinónimo de "te quiero con papas fritas". Esa noche fui yo la que hizo las preguntas, él respondió algunas, el resto las rellenó con vino y tempuras. Me gustó todo.

Esa noche me besó. Me dio un beso que me dejó en su cama desnuda hasta la mañana siguiente. Un beso largo, rico, sexy, apasionado, casi enamorado. Hicimos el amor, pero no fue lo más relevante, sí el beso en el cuello la mañana siguiente, cuando me invitó a irme con él a su campo a pasar el día. Quería más, eso me dijo sin hablar. Yo me levanté, me despedí y muy digna ni me duché.

Reconocí rápidamente su pieza como un scanner mega moderno. Registré cada rincón, cada foto, todos los detalles, para memorizarla en caso de volver. Y sí, volví, volví y volví 80 veces. Esas sábanas terminaron siendo mi vestido para ir al baño, fueron mi pañuelo para esas lágrimas ridículas post sexo que nadie entiende, fueron la discordia de mi frío y su calor, fueron las únicas testigos de lo que partió con par de almas solitarias en una red social en búsqueda del sex-amor.

Él, sin buscarlo, se convertió en el amor de mi vida. La semana pasada, después de tres años le dije: "mi amor, te quiero mucho", él me respondió "te quiero mucho más de lo que tu me quieres a mí", y el juego terminó con un beso profundo y un te quiero a coro.

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